Bendito verano.
Es una época maravillosa.
El sol, la playa, las terrazas, los amigos, el chiringuito,
el ligue de verano…
A pesar de eso, llamadme loca, pero hay cosas del verano que
no me gustan (¡A la hoguera con ella!)
Y entre ellas están las playas abarrotadas de seres humanos pero, sobre todo, de sombrillas.
En Galicia no se estilaban mucho, de hecho, los consideramos
un sucedáneo del paraguas: como ese primo lejano al
que nunca ves, sabes que existe, pero no hace acto de presencia (salvo en bodas, bautizos y
comuniones, que a eso nos apuntamos todos).
Y de repente…¡TACHÁN! Superpoblación. Llego a la playa y
están por todas partes, de todos los colores, estampados, tamaños, marcas y
gustos.
Nunca he comprendido muy bien su utilidad porque yo, para ponerme a la sombra, no me voy a la playa. Llamadme rara; me voy a una terracita y más a gusto que en brazos.

Pero no está ahí el quid de la cuestión.
Después de hacer un profundo estudio y contrastar datos, he
llegado a la más dolorosa de las conclusiones: ¿Qué maldito secreto, superpoder, característica o don
tienen las dichosas sombrillas que hacen que las señoras (porque siempre son
señoras) estén más morenas que tú?
Llevas un mes a la brasa, controlando tiempos (han pasado
veinte minutos, toca darse a vuelta), y la mujer, que no sale de debajo de la
sombrilla ni para darse los clásicos paseos por la orilla con su “amiga de
caminar” está como el tizón.
Indignada me hallo.
Y solo se me ocurre como respuesta un posible pacto con el
diablo.
Yo como buena mujer de mi ciudad, soy muy cabezota, así que
continuaré con mi método “Al punto” (ponerse vuelta y vuelta) y con mi guerra
abierta a las sombrillas porque, os guste o no, para mí, todo aquello que no tiene
explicación, o es divino o es diabólico y, en este caso, puedo afirmar y
afirmo, que las sombrillas son Satán.
(S)
No hay comentarios:
Publicar un comentario